Los primeros en encontrar una forma física apta para
transferir un tinte líquido desde su contenedor a un soporte escribible fueron
los escribas egipcios en el siglo XXV
a.C. usando trozos de caña afilados (cálamos).
La forma funcionaba bien, pero era rígida y cargaba poca tinta.
Se encontró que el “cañón” de las plumas de ave, desengrasado, afilado y ranurado longitudinalmente, estaba mejor adaptado para la escritura de sígnos, y podía cargar más tinta.
Así siguieron las cosas durante unos mil quinientos años, hasta que la Revolución Industrial copió la forma con acero, casi tan flexible y más duradero, inventando las Plumillas.
El “casi” tan flexible hizo que se introdujera un agujero central para flexibilizarlas. "Casi" lo logran, pero se convirtió en usual.
La acidez de las tintas ferrogálicas corroía rápidamente
los aceros al carbono, y se empezaron a usar los metales nobles, en especial el
oro, por ser inalterable, fácil de conformar, y estar disponible.
Pero era blando, con lo que se gastaba rápido rozando con
el papel. Y era caro. Para proteger la punta se intentó de todo, incluso puntas
de rubí, hasta que se les soldó una bolita de Iridio, un metal duro recién
descubierto (en 1803) y con el que – por entonces – no se sabía qué hacer.
Mientras, las plumillas simples y baratas de acero
seguían fabricándose por millones, y seguían con su crónica falta de capacidad.
Había que mojarlas en el tintero a cada línea.
Muchos se dedicaron a buscar una forma de incorporar el
depósito de tinta a la plumilla. Famoso en España es el taquígrafo Francisco de
Paula y Martí, que, desesperado, en 1803 inventó “un algo” que pudiera ayudarle
en su trabajo (y que es dudoso que lo lograra):
Pero las chapas sobre- y sub-colocadas en los plumines –
que si incrementaban su capacidad – dieron la idea para inventar el “Alimentador”,
que taponaba la tinta en el depósito y la permitía fluir moderadamente hacia la
punta. La cuestión pendiente era regular el flujo, que fue lo que consiguió
L.E. Waterman en 1883 con sus ranuras.
Y como así ya se tenía una “estilográfica”, que podía
recargarse esporádicamente de tinta, interesaba que su plumín no se corroyese
semanalmente, y se retomó el hacerlo de oro, a pesar de su alto precio inicial.
Plumillas
y plumines
Aparece la siguiente gran distinción:
- Plumines para plumas
estilográficas, y plumillas para palilleros -
Como norma general:
-
Los plumines tienen punto (“iridio”), son “lisos” salvo la curvatura acanalada
logitudinal, y son de oro o acero inoxidable.
Siempre van en conjunto con
un alimentador.
- Las plumillas
tienen un cuerpo final paralelo estándar (para su inserción en el palillero),
pueden tener curvaturas múltiples, y son en acero (corroible) gris, pavonadas,
cobrizadas, y algunas niqueladas, sin punto (aunque puedan tener el extremo
doblado o “en cucharilla”). Además, usan tintas diferentes (más espesas y
adherentes), y se mojan en tinteros de sobremesa.
Partes
de un plumín
Derivado de la plumilla, su forma es similar, aunque con
el objetivo de escribir agradablemente y perdurando en su función con
estabilidad. Y si va a estar ahí mucho tiempo, puede costar en materiales y procesos
de fabricación, e interesa valorarlo con marcas y adornos de prestigio.
La pluma estilográfica permitió a principios del s.XX escribir
con movilidad absoluta, sin depender de un
tintero. El éxito la convirtió en habitual, y cientos de fabricantes
se preocuparon en mejorarla, y entre todas las mejoras estuvieron las obvias correspondientes
al “trozo que escribe”: el plumín.
Un trozo de metal. Puntiagudo. Parece simple, pero es
sabido que siempre que analizamos algo aparentemente simple, termina siendo muy complicado.
El aparentemente simple trozo metálico que acabamos de
describir tiene muchísimas características propias y diferenciadoras que iremos
viendo a lo largo de las sucesivas entradas.
Miguel Huineman
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